"Ven, noche gentil, noche tierna y sombría dame a mi Romeo y, cuando yo muera, córtalo en mil estrellas menudas: lucirá tan hermoso el firmamento que el mundo, enamorado de la noche, dejará de adorar al sol hiriente..."


miércoles, 7 de octubre de 2009

Si supieras (memorias de un amor eterno)

Capítulo 2

A mis dieciocho años, nunca en mi vida me había enamorado. Si, es una cualidad que, hasta el día en que lo conocí, odié con todas mis fuerzas. Siempre fui muy débil, y, en un intento de protegerme a mi misma, hice todo lo posible para prohibirle a mi corazón cualquier intento de enamorarse.
Era algo automático. Fue miedo, siempre miedo, a abrirme, a entregarme. Pero con él no lo pude evitar.

Pronto empezamos a conocernos de miles de maneras posibles. Primero y principal, durante las clases, en los minutos libres que teníamos entre cada una; no alcanzaba el tiempo para contarnos cuanta cosa se nos ocurriera (los temas de conversación nunca se agotaban. Cada día lo conocía un poco más). También estaba la computadora, el teléfono, los mensajes, las llamadas. A veces, casi siempre y hasta el día de hoy, me contaba sus historias amorosas.


-No la entiendo. Nunca voy a entenderla. Primero me quiere, después dice que necesita un tiempo. ¿Por qué hace las cosas tan difíciles?
-Quizá deberías olvidarte de ella y buscar una que te entienda y no te de vueltas.
-Claro, decime dónde la encuentro. Son todas histéricas.
-No todas...

Trataba de esconder el dolor que me causaba escucharlo hablar sobre sus miles de historias. Y cada vez que preguntaba por las mías, yo respondía con un simple "nada nuevo, todo igual". Él nunca me correspondería; simplemente era un amigo. 
Pasó el tiempo y pronto éramos inseparables.


Recuerdo aquella noche en tu casa de campo. Me invitaste a pasar el fin de semana. Ya nos conocíamos hace un par de años, asi que la confianza sobraba. En tu habitación solo éramos vos, yo y una película que estaban dando en la tele, que hacía de fondo. Ninguno le prestaba atención. No podía creer como todo era tan perfecto; aquella noche, las estrellas, haber estado todo el día con vos. Y que me quisieras tanto, haberme ganado tu confianza. 
Me quedé dormida en tu pecho. Tu respiración fue como un canto de cuna... Para vos éramos como hermanos; para mí eras, y sos, el amor de mi vida. Y en secreto guardo el sentimiento.


Si supieras (memorias de un amor eterno)

Capítulo 1


Nadie admira como yo las luces de tu mirada al hablar. Nadie piensa como yo en tantas maneras para hacerte sonreír.

Como siempre llegaste a la hora que habíamos acordado. Como siempre fuimos a aquél bar que, parecía, ya tenía nuestros nombres grabados en todas las mesas (cada día elegíamos una distinta).
Nos sentamos, pedimos el mismo café pequeño de siempre.
Hablamos sobre nuestros temas. Cada tanto, me perdía en mis pensamientos (ellos siempre me hablaban de ti). Lo único que anhelaba era estar entre tus brazos; que me miraras y que, por primera vez después de tantos años, me dijeras “Te amo”.

Dos palabras alcanzarían para dar vuelta mi mundo; tornarlo en el mundo en el cual cualquier mujer querría vivir; y plagar mis días de felicidad, tú serías mi felicidad. Serías mío, mi chico, mi amor.
Me contabas sobre tus amores. Lo más gracioso era que siempre tenías alguna historia nueva que contar. (me impacientaba el hecho de que yo nunca haya formado parte de ésas historias. Siempre era la amiga fiel que escuchaba tus relatos y te comprendía)

Cuatro años. Los mejores de mi vida, pensaba. Recuerdo cuando te conocí; sentada en aquél banco, en esa aula donde casi no se podía respirar, esperando a el o la profesor/a (porque era la primera clase, nadie sabía con qué nos íbamos a encontrar). Te vi serio concentrado en tus apuntes. Al mismo instante me devolviste la mirada, te sentí más cerca. Nos pusimos a hablar de todo, y desde ese día no dejamos ni un minuto de descubrir algo nuevo sobre el otro (y es que es fascinante la manera en la que dos personas nunca dejan de conocerse, y aún más fascinante es esa entrega, esa forma de abrirse ante el otro).


-¿Cómo te llamás?- pregunté tímidamente, tu mirada me intimidaba, y ¡Ni siquiera sabía tu nombre!


Creo que nunca voy a olvidar ese momento. Los nervios de cada clase, miradas rápidas al espejo del baño de mujeres, perfume; carisma. Toda la panza se me hacía un revoltijo. 
Pasadas las semanas, y en vista de que las conversaciones no se desviaban de un tono amistoso, decidí, por el momento, esperar a que el destino te arrojara a mis brazos. Mientras tanto, pretendí conocerte desde mi lugar de amiga; solamente amiga. 


-Así que vamos a estudiar la misma carrera -dijo, con ese tono divertido que sólo el tiene a horas tempranas en la mañana, como si nada le irritase- creo que me tendrás que soportar los próximos cuatro años. ¡Espero que puedas conmigo!

Me parecía increible su naturalidad y su manera de expresarse. Sólo hablaba conmigo. Y se sentaba al lado de la ventana; los rayos de luz iluminaban su cabello, perfecto y castaño, el reflejo lo hacía ver más maravilloso aún. A veces se me hacía realmente difícil prestar atención a la clase; me distraían sus sonrisas juguetonas, y a veces, esos dibujos que plasmaba en mi cuaderno.


-Es para vos; no soy buen dibujante, pero supuestamente ésta serías vos y éste sería yo, sentados en la arena, vos cantando y yo produciendo con mi guitarra los clásicos que amamos. 
-Gracias, pero sabés que no se cantar. Quizá prefieras que tararee un poco. Por el bien de tus oídos.
-No necesitás cantar bien, cantá con ganas y voy a escucharte tan complacido como cuando escucho a Maria Carey.


Esa manera que tenía de hacerme sentir bien siempre; y sacarme una sonrisa...